martes, 23 de octubre de 2012

252. LOS MONTES DE TOLEDO



Soy monteño. Como cada mortal estoy envuelto en sabores, olores, asperezas y blanduras de la tierra que me vio nacer. Soy a medias monteño y manchego. Los de Yébenes estamos en ese espacio intermedio, recogidos en la falda sur de las últimas estribaciones de los Montes de Toledo y alargamos el brazo para segar, vendimiar y recoger aceituna en la llanura fértil manchega y no faltan buenas hortalizas.

Pero no me extiendo más por la geografía humana.

La semana pasada me di unas horas de descanso. Fui por un carreterín que de malo que está pudiera pensarse que los de Fomento no quieren que pase por allí la gente. Seguramente es eso. El caso es que allá me fui a descubrir mundo. No había pasado nunca por allá.

Había ido hasta Hontanar pero de allí no había pasado. Comenzaba el otoño, aunque en los montes no es muy visible. Las carrascas, la jara y el brezo, el quejigos y melojares siguen siempre verdes. Solamente el que ha pasado varias veces por el mismo sitio observa que en el otoño algo se oscurece y en la primavera algo colorea... y poco más.

Pero eso, sí. Ver siempre verde es una envidia de la memoria. Con todo, los montes, no muy altos ni muy oscuros son abrigados y sin las pedrizas no tuvieran  tanto sabor doméstico.

Las pedrizas, ¡qué maravilla! creo que es la primera vez en mi vida que me quedo con la boca abierta contemplando las pedrizas. Verdaderamente el monte verde no sería igual sin esas manchas medio claras, medio verdosas alfombradas de pedroches ni tan grandes.

Son alhajas en el pecho de los montes; son respiraderos; son foros de venaos; son clarividencia de cielo.

Bajando a Navas de Estena, a lo lejos, los montes se cuadran en azul oscuro como una noche de media luna y ahí si que te quedas sin saber donde mirar.

Os dejo con un poema que escribí ese día.


RISCO LAS PARADAS
  
Salí a buscar nieblas
y no las encontré.
Me senté
en el espigón de cuarzo rojo
y el aroma de Los Montes
acalló toda la música
y escondió los latidos.

Un hálito imperceptible,
un  soplo, una bocanada
se enredaron en mi lengua
y la mezcla deleitosa
me dejó gustar el sosiego.

Un hilo de plata
bordaba en mi brazo derecho
la niebla.

En fin, una maravilla de creación que el Padre bueno puso a nuestro alcance.

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