Soy
monteño. Como cada mortal estoy envuelto en sabores, olores, asperezas y
blanduras de la tierra que me vio nacer. Soy a medias monteño y manchego. Los de
Yébenes estamos en ese espacio intermedio, recogidos en la falda sur de las últimas
estribaciones de los Montes de Toledo y alargamos el brazo para segar, vendimiar
y recoger aceituna en la llanura fértil manchega y no faltan buenas hortalizas.
Pero
no me extiendo más por la geografía humana.
La
semana pasada me di unas horas de descanso. Fui por un carreterín que de malo
que está pudiera pensarse que los de Fomento
no quieren que pase por allí la gente. Seguramente es eso. El caso es que allá
me fui a descubrir mundo. No había pasado nunca por allá.
Había
ido hasta Hontanar pero de allí no había pasado. Comenzaba el otoño, aunque en
los montes no es muy visible. Las carrascas, la jara y el brezo, el quejigos y
melojares siguen siempre verdes. Solamente el que ha pasado varias veces por el
mismo sitio observa que en el otoño algo se oscurece y en la primavera algo
colorea... y poco más.
Pero
eso, sí. Ver siempre verde es una envidia de la memoria. Con todo, los montes,
no muy altos ni muy oscuros son abrigados y sin las pedrizas no tuvieran tanto sabor doméstico.
Las
pedrizas, ¡qué maravilla! creo que es la primera vez en mi vida que me quedo con
la boca abierta contemplando las pedrizas. Verdaderamente el monte verde no sería
igual sin esas manchas medio claras, medio verdosas alfombradas de pedroches ni
tan grandes.
Son
alhajas en el pecho de los montes; son respiraderos; son foros de venaos; son
clarividencia de cielo.
Bajando
a Navas de Estena, a lo lejos, los montes se cuadran en azul oscuro como una
noche de media luna y ahí si que te quedas sin saber donde mirar.
Os
dejo con un poema que escribí ese día.
RISCO LAS PARADAS
Salí a buscar
nieblas
y no las
encontré.
Me senté
en el espigón de
cuarzo rojo
y el aroma de
Los Montes
acalló toda la
música
y escondió los
latidos.
Un hálito
imperceptible,
un soplo, una bocanada
se enredaron en
mi lengua
y la mezcla
deleitosa
me dejó gustar
el sosiego.
Un hilo de plata
bordaba en mi
brazo derecho
la niebla.
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