lunes, 20 de abril de 2015

337. MONTAÑA Y DIOS



He estado unos días de descanso por los senderos de las sierras después de Pascua. Y en aquellos silencios, en el camino a veces lento, siempre dichoso, reflexionaba y meditaba al hilo de lo que vivía.

Mirad. Todos los que caminan entre montañas tienen una doble sensación. Cuando en un alto aparecen las montañas se tiene la sensación de que están ahí al alcance la mano. Sólo los inexpertos se arriesgan a caminar hasta donde les proyecta su fantasía en cambio el caminante ha de ser respetuoso con su pequeño plan de sendero porque de lo contrario se encontrará en peligro.

Sí, la montaña está ahí pero a la vez es inalcanzable. Esto me recuerda quien es Dios: está cerca y es inalcanzable; nos habla en nuestro lenguaje y sus palabras son inefables; nos parece que le vemos-entendemos y a la vez es un misterio.

Lo segundo. La presencia envolvente de la montaña. Cuando las montañas son bien altas, sus picos pueden alcanzar los tres mi metros, se hace presente siempre en su grandeza. La montaña te envuelve. Es verdad que a veces pasas por trochas difíciles y oscuras, o por una cañada o por una cuesta muy empinada y no la ves. Pero, está ahí y en un momento se hace presente y nos deja con la boca abierta como si nunca hubiéramos visto nada igual o como si nunca hubiéramos respirado un aire tan puro y tan perfumado.

La montaña nos envuelve y yo lo refiero a Dios. Es una referencia imponente de la vida humana como la montaña alta que sostiene el sendero que va viene, sube, baja, se acerca o se aleja…

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