He
estado unos días de descanso por los senderos de las sierras después de Pascua.
Y en aquellos silencios, en el camino a veces lento, siempre dichoso,
reflexionaba y meditaba al hilo de lo que vivía.
Mirad.
Todos los que caminan entre montañas tienen una doble sensación. Cuando en un
alto aparecen las montañas se tiene la sensación de que están ahí al alcance la
mano. Sólo los inexpertos se arriesgan a caminar hasta donde les proyecta su
fantasía en cambio el caminante ha de ser respetuoso con su pequeño plan de
sendero porque de lo contrario se encontrará en peligro.
Sí, la montaña
está ahí pero a la vez es inalcanzable. Esto me recuerda quien es Dios: está cerca
y es inalcanzable; nos habla en nuestro lenguaje y sus palabras son inefables;
nos parece que le vemos-entendemos y a la vez es un misterio.
Lo
segundo. La presencia envolvente de la montaña. Cuando las montañas son bien
altas, sus picos pueden alcanzar los tres mi metros, se hace presente siempre
en su grandeza. La montaña te envuelve. Es verdad que a veces pasas por trochas
difíciles y oscuras, o por una cañada o por una cuesta muy empinada y no la
ves. Pero, está ahí y en un momento se hace presente y nos deja con la boca abierta
como si nunca hubiéramos visto nada igual o como si nunca hubiéramos respirado
un aire tan puro y tan perfumado.
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