El
sábado estuve en Mejorada. Encuentro de chavales de 9 a 12 años. Una fiesta
singular. Me di el gusto de un paseo por el campo de encinas. Una hora andando
despacio, saboreando por los caminos de tierra esponjada.
Por
la tarde, sobre las 5, comenzaron a llegar los animales para la bendición en el
día de san Antón. Los bueyes uncidos al yugo de la carreta mansos y pesados, la
piel brillante en la tarde de sol. El bueyero con su vara sobre el yugo
conduciendo. Hacía muchos años que no veía esta faena.
Los
burritos color café con leche. Los perros de todas razas y colores. Algunos con
miedo. La señora tortuga, los pequeños jilgueros en su jaula, algún gato que no
dejada de mirar la jaula. Pero… este año no estaba Pepo.
Pepo
era un labrador, de once años. Su amo
me decía que era de casa, que no molestaba, que era afectuoso y fiel, que lo
sacaban de paseo y la gente le saludaba, que sólo le faltaba hablar.
Hace
meses comenzó un artrosis paralizante en las patas traseras y ya no podía
caminar, no podía subir los escalones y se caía. Tenía azúcar en la sangre a unos
niveles mortales, no veía y había perdido el sentido de la orientación, no
retenía la orina y comenzaba a estar sordo.
La
familia de acuerdo con el veterinario acordaron sacrificarle porque el siguiente
paso era quedarse en el suelo inmóvil y llevar una vida prácticamente vegetal.
Hacía dos días que lo habían sacrificado. Sus cenizas quedaron en la fosa que
prescribe la ley.
Su
amo me decía que no pensaba tener otro perro que lo había pasado muy mal. La
gente cuando lo saludaba le decía que sabía lo de Pepo y que lo sentía.
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