Que vivimos rodeados de santos,
no me cabe duda. Claro que no llevan corona, no se les ve resplandores ni
llevan túnica hasta el suelo bordada en oro. Hay que descubrirlos por sus
obras.
Hace tiempo se presentó una señora
mayor que conocía. Venía a misa los domingos y siempre que podía (ya os diré
sus quehaceres) se confesaba y me consultaba sus asuntos.
El día que vino fue después de
un tiempo sin verla. La había visto el domingo anterior muy demacrada, unas
ojeras profundas, la cara pálida y había adelgazado. Se lo comenté y me dijo
que había estado quince días en el hospital. Había tenido un dolor en el
estómago y le habían llevado a urgencias y la habían ingresado.
En unos días la iban a operar.
Una operación delicada. Para ello me pedía el sacramento de la Unción de
Enfermos. Le propuse hacerlo en la misa diaria al día siguiente y a ella le
pareció bien.
Le di ánimos desde la fe. Ella
me dijo que estaba serena aunque algo preocupada por lo que dejaba, si moría.
Lo que dejaba era un hijo ya mayor discapacitado que estaba a su cuidado ¡Esa
era su única preocupación! ¿Quién se haría cargo de su hijo? Y eso la sumía en
tristeza.
Ya veis. Santa porque vive y practica su fe.
Santa porque pide el auxilio de los sacramentos en los momentos críticos de su
vida. Santa, porque su única preocupación en el dolor y a la hora de la muerte
es quien se hará cargo de su hijo al que ha cuidado con todo cariño y sabiduría
durante su vida.
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