Juan Diego contaba con 55 años cuando recibió la visita de la Virgen Morena
del Tepeyac. Los diálogos que mantienen entre ellos son conmovedores. En los
años que estuve en México los leí una y otra vez y aprendía de la devoción a la
Virgen de Guadalupe de este indio azteca.
Corría el año 1531 y se había apaciguado la guerra entre aztecas y españoles.
Fue el momento cuando el Señor en su sabiduría envió a la Virgen María a las
gentes del nuevo mundo, para
anunciarles el Evangelio a través de una relación personal entre Ella la Madre
de Dios, y uno de aquellas gentes de los pueblos latinoamericanos.
A mi entender se verifica en estas apariciones la pedagogía de Dios que
utiliza nuestras rutinas, nuestras grietas, nuestros desgarrones para colarse
en el corazón de la gente.
Mis hermanos de latinoamérica entienden a Dios desde la maternidad de la Virgen
María (y a mí eso, no me extraña nada) desde el ser Padre-Madre de Dios, como
decía san Juan Pablo II en la basílica de Guadalupe.
Y lo que es conmovedor es ese diálogo entre el indio, ya abuelete y la
jovencita Madre Morena (no morena por mexicana, sino morena por palestina,
claro). Ella le llama con diminutivos: Juanito, hijo mío. Él también: mi Niña,
mi Muchachita. Creo yo que al ver el rostro juvenil de esta madre cercana aquel
san Juan Diego Cuautlatoatzin (águila que habla) no le quedaba otra sino
aclamarle con esa oración: Mi Niña Hermosa.
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