domingo, 24 de julio de 2011

202. SEBASTIÁN MARROQUÍN



A mis amigos de Colombia

Sebastián Marroquín se llamaba Juan Pablo Escobar. Hijo de uno de los mayores traficantes de drogas y de los hombres más violentos de la historia reciente de Colombia.

Tenía todas las papeletas para ser una desgracia y terminar en la meta de la destrucción, la locura o la muerte. Pero... no fue así.

Es arquitecto, está casado con una mexicana y desea recorrer el camino, muy difícil, del perdón y de la paz con los asesinados por su padre.

¿Qué pasó? ¿Qué cosa hizo que este ser humano cambiara? Estoy seguro que con esos principios la mayoría de todos nosotros hubiéramos afirmado que era un ser humano sin solución. Y, sin embargo,...

A veces nos equivocamos. Este muchacho cambió su nombre, estudió y estudió, reflexionó en su vida y en su patria y se dejó enamorar. Y esa mujer mexicana, su esposa, llena de coraje, le fue convenciendo de que el camino mejor es el del amor y de la paz.

Muchos días me encuentro con gente pesimista que no ve más allá de lo material y que hubiera condenado a muerte a este buen muchacho que se atrevió a ser persona. A todos ellos les dedico este comentario. Os dejo parte de sus declaraciones en el documental: LOS PECADOS DE MI PADRE.




Son muchas las razones que tuve para salir ahora a la luz pública. Con mi largo silencio quise mostrar mi respeto absoluto a las víctimas de mi padre, a todo mi país. Aproveché este largo tiempo para poder encontrarme a mí mismo como persona, en busca de una propia identidad y sabiendo que nada crece bajo la sombra de un gran árbol como la de mi progenitor. Elegí y decidí, humildemente, reinventarme como ser humano y estudié dos carreras universitarias: soy arquitecto y diseñador industrial. Me preparé por años para la construcción de sueños, no para la destrucción.




Con dolor he aprendido a separar al padre del Pablo Escobar que recuerda la mayoría. Jamás podría renunciar al amor que como hijo le profeso, pues además lo recuerdo siendo un padre que me cantaba las canciones de Topo Gigio y me inventaba cuentos para dormirme, me enseñó a jugar al futbol, a montar en bicicleta, en moto y hasta en elefante. Me enseñó a ser un hombre de palabra, decía que la palabra era un contrato. Lo acompañaba a los barrios marginales a donar decenas de canchas de futbol y polideportivos, vi cómo crecía su proyecto de construir 5,000 viviendas equipadas para regalarle a estas familias que vivían en el basurero municipal de Medellín y restaurar así la dignidad de las clases que nos negamos a reconocer aún hoy en la sociedad. Fue además un gran maestro de lo que no debemos hacer y es así como lo recuerdo a diario frente al espejo, debatiéndome en un duelo permanente de sentimientos explosivos y contradictorios que estoy obligado a enfrentar, buscando encontrar un equilibrio y una paz que respete la dignidad de todos sin excepción.




No es fácil, aprendí que el odio mantiene a muchos atados al pasado, y perpetúa infinitamente el dolor generado por el victimario hasta enfermarnos de violencia. Por ello busqué una reconciliación y un perdón público ante los hijos de las víctimas más prominentes de mi padre, Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán. Un ministro de Justicia que se atrevió a denunciar públicamente la infiltración del narcotráfico en la vida política de Colombia, y un líder reformista seguro ganador de las elecciones presidenciales de 1990.




Además de ellos pido aún hoy perdón a cada uno de los 44 millones de colombianos víctimas de la violencia generada por mi padre. Es una larga lista, que tristemente no excluye a nadie: policías, jueces, políticos, periodistas, narcotraficantes y cientos de inocentes transeúntes que ni siquiera osaron enfrentarlo, pero que estuvieron en el lugar y el momento cuando explotaban sus bombas indiscriminadamente.




Como su familia, no nos fue ajena esa violencia ni logramos escapar de ella. El primer coche bomba de la historia de Colombia explotó en mi hogar un 13 de enero de 1988 a las 05:13 horas. Allí nos encontrábamos con mi madre Victoria Eugenia, quien tenía 28 años, mi hermanita Manuela, con escasos meses de edad, todavía no tenía ni siquiera la posibilidad de declararse inocente por no saber hablar aún. Yo tenía 11 años. Mi padre tenía para entonces un enorme poder económico y militar. Cuando vio la foto de la cuna donde dormía su hija durante la explosión que destruyó los vidrios de todas las viviendas de Medellín en un kilómetro a la redonda, enloqueció de violencia y respondió con ferocidad. Una sola bomba contra su familia lo hizo ordenar la explosión de más de 200 bombas por todo el país hasta casi lograr la claudicación de todos los poderes del Estado frente al poder del narcotráfico. Estábamos todos ciegos y aturdidos en ese ambiente hostil. Aprendí que la vida es un búmeran, que los actos violentos generan una violencia cada vez mayor y desenfrenada, llevándonos hacia una espiral inconmensurable de maldad que luego es imposible detener, salvo por nuestra propia e íntima voluntad. Así corren aún hoy en Colombia ríos de sangre que tiñen de odio, maldad, tristeza y desazón a la sociedad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Relato estremecedor que te ponen los pelos de punta, pero a la vez esperanzador, lleno de perdón y de superación para encontrar un entorno más humano y cordial.

Ricardo